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27/05/2025

¿10 Cuentos para aprender a gestionar emociones?

Cada vez más cuentos prometen enseñar a gestionar emociones. Pero ¿puede un libro enseñarnos a sentir? Este texto cuestiona esa idea y defiende una literatura que acompaña sin simplificar lo que merece ser vivido y acompañado
¿10  Cuentos para aprender a gestionar emociones?

Una cultura que desconfía de lo que se siente

Durante décadas, nuestra cultura ha mantenido una relación ambivalente con las emociones. A menudo se las ha relegado al ámbito de lo privado, lo irracional, lo que debía ser domesticado o reprimido. Las emociones fueron vistas como una amenaza a la razón, un residuo primitivo que entorpecía la objetividad y la claridad del pensamiento. Así, muchas generaciones hemos crecido aprendiendo que sentir era un signo de debilidad o descontrol.

Desde la psicología clásica, las emociones fueron interpretadas como respuestas primitivas del organismo ante estímulos externos, algo que debía gestionarse para no interferir con la conducta "adecuada". Sin embargo, los enfoques contemporáneos,  han reformulado esta visión. Hoy se entiende que las emociones son procesos complejos que cumplen funciones esenciales en nuestra vida mental, social y corporal: nos alertan, nos vinculan, nos orientan. Es decir, no son un obstáculo que entorpece el pensamiento, sino una parte imprescindible de nuestra experiencia como seres humanos.

Cuando no hay lugar para que una emoción se exprese, no desaparece: se acumula, se intensifica o se transforma en algo que duele más. Por eso no se trata de aprender a controlarlas como quien cierra una válvula, sino de aprender a convivir con ellas. La razón no desaparece ante la emoción: se afina cuando la incluye, cuando se escucha lo que la emoción que decir.

Educar es permitir habitar lo emocional

Comprender esto transforma también nuestra forma de educar. No se trata por tanto de enseñar a controlar las emociones desde fuera, sino de permitir habitarlas con presencia, darles nombre y sentido, reconocer su mensaje, aprender a contenerlas sin negarlas. Contener no significa reprimir, sino sostener desde la conciencia, sin juicio, sin urgencia por acallarlas. Implica desarrollar una capacidad interna para convivir con lo que sentimos sin ser arrastrados por ello. 

Uno de los pocos hombres del siglo XVII que se permitieron reírse de sí mismos… y que dejaron prueba de ello.

Aprendemos como podemos: la herencia que arrastramos

Buena parte de las dificultades para acompañar emocionalmente a niños y niñas, reside en nuestras propias heridas culturales. Venimos de una tradición que ha negado sistemáticamente el ámbito emocional, y eso nos deja sin referentes claros para convivir con nuestras emociones. A menudo, al no entender del todo lo que sentimos, esperamos que lo haga un libro por nosotras, desde la teoría. Y es legítimo que así suceda. Yo misma me descubro en ese proceso: intentando aprender algo para lo que no he sido preparada, buscando cómo acompañar a mis hijas sin haber sido acompañada yo. Aprendemos como podemos, con lo que tenemos, y muchas veces en soledad.

Cuando el cuento se convierte en manual

No se trata de deslegitimar a las madres, ni a los padres, ni a los profesores que se esfuerzan por ofrecer una educación emocional más sana. Al contrario: Ahí hay  un gesto de amor y de búsqueda que merece todo el respeto y está dando sus frutos. El problema aparece cuando ciertas propuestas prometen soluciones fáciles, libros que parecen decirnos qué hacer o cómo sentir, y que, lejos de aliviar, nos alejan aún más de lo que necesitamos comprender.

No todo cuento que habla sobre emociones acompaña. Algunos, especialmente aquellos que ejemplifican cómo debería procesarse una emoción, pueden ser más perjudiciales que útiles. Al ofrecer modelos cerrados sobre,  por ejemplo, qué hacer con la tristeza o cómo calmar la rabia, corren el riesgo de simplificar una experiencia que es, por naturaleza, compleja, ambigua, personal y a veces contradictoria. La emoción no siempre tiene una solución ni un desenlace claro. Cuando se presentan como algo que hay que "resolver" o "superar", el mensaje implícito es que sentir está bien sólo si se hace de forma eficiente, breve y socialmente aceptable.

Además, estos libros promueven una comprensión instrumental de la emoción: no nos invitan a habitarla, sino a gestionarla. Reducen la experiencia emocional a una secuencia de pasos, como si existiera una fórmula universal. Pero a sentir no se enseña desde fuera, ni se impone. Se aprende en la relación, en la presencia del otro, en la escucha sin juicio. La literatura que intenta domesticar la emoción corre el riesgo de alejar a niñas y niños de lo que verdaderamente sienten, en lugar de acercarles a ello.

El valor simbólico de la buena literatura

Por lo tanto , las emociones no se aprenden en un papel. Se sienten, se viven, se atraviesan. Y la literetura puede ser una gran aliada en educación emocional, cuando,  lejos de ser recetarios, da lugar a espacios en los que lo emocional se despliega sin ser juzgado, en el que las historias abren preguntas en lugar de imponer respuestas, y en el que lo que no se dice también tiene peso. Este tipo de literatura, es valiosa, no porque enseñe emociones, sino porque permite que cada lector conecte con las suyas.

Los libros no deberían servir para domesticar lo que sentimos, sino para ofrecer un marco de resonancia y sentido. La buena literatura no nos dice qué sentir ni cómo sentirlo, pero nos da el lenguaje, a veces poético, a veces brutal y a veces silencioso, para pensarlo juntos.

Por eso, como madres, educadoras, libreras o mediadoras, nuestro papel no es llenar la estantería de cuentos con etiquetas emocionales, sino buscar lecturas que abran espacio, que no clausuren el conflicto con moralejas, que se atrevan a mostrar lo ambiguo, lo contradictorio, lo no resuelto, sin juzgar. Porque ahí, precisamente, es donde las emociones encuentran su lugar.